Blog Católico de Javier Olivares, jubilado


Cuando
uno se encuentra con una descripción poética como la siguiente, no puede manos
que hacer partícipes a los amigos.
Aquí
va….

A
LA CLARIDAD DE LA LUNA
En
el majestuoso conjunto de la creación, nada hay que me conmueva tan hondamente,
que acaricie mi espíritu y dé vuelo desusado a mi fantasía, como la luz
apacible y desmayada de la luna.
Yo la espero siempre con impaciencia, la
contemplo con amor, siento íntimo deleite al verme envuelto en su atmósfera
tibiamente luminosa, y mis ideas toman nuevo giro, y paréceme que he vuelto a
aquellos tiempos, tan próximos y a la vez tan lejanos, en que mi espíritu
flotaba de continuo en una región de encanto y de poesía.
Hace
pocos días contemplaba el ocaso del sol. Ardía en vivo fuego el horizonte, las
nubes se desgarraban en el aire en ráfagas de encendido color, las olas en su
movimiento arrastraban reflejos de llama sobre la superficie del mar; parecía
que un vasto incendio envolvía en su rojo manto a la naturaleza entera. Sin
embargo, a pesar de la belleza y majestad del espectáculo, mi vista buscaba un
objeto que debía aparecer en la línea indecisa del occidente.
Poco después se
había puesto el sol, las nubes guardaron algún tiempo el reflejo de sus rayos y
el horizonte la ancha faja de púrpura con que se adornaba, que poco a poco
fueron tomando la tinta cenicienta del crepúsculo.

Entonces ya pude ver, al
lado del occidente, un débil hilo de luz que dibujaba la forma de un arco,
inclinando sus puntas casi imperceptibles.
En los siguientes días aquel hilo de
luz fue apareciendo progresivamente a mayor distancia del ocaso del sol y,
creciendo en graduación constante, pronto tuvo la forma de un semicírculo.

Pero
ya el resplandor luminoso de éste permitía ver la otra mitad del disco, cuyo
diámetro, por una ilusión óptica, aparecía mucho menor. Y he aquí hoy el astro
ostentándose en toda su belleza y esparciendo toda la noche su fulgor
misterioso y sereno.

Aquel hilo de luz casi imperceptible era la luna.
Nunca
he podido hallar placer en contemplar ese astro con el prisma de la ciencia. Al
estudiar la naturaleza, prefiero hacerlo a la luz de la imaginación que da a
todos los objetos tonos vivos y calientes, rodeándolos con el ambiente
esplendoroso que emana de la poesía que, si en verdad no siempre, las más de
las veces muere al sentir el hálito frío y la severa mirada de la ciencia.

Al
contemplar la luna pláceme considerarla vagando en libre giro por un espacio
del que el pensamiento no alcanza los límites, y esparciendo en todo él las
ondas de su luz vaga y transparente.
La ciencia viene entonces a decirme que
ese astro dista de la tierra 350.000 kilómetros, y me marca las leyes a que
está encadenado su constante movimiento.

Me
agrada darle el diámetro que presenta a nuestra vista, considerando cuanto de
claridad hermosa se encierra en espacio tan breve. La ciencia se encarga de
desvanecer mi ilusión, diciéndome que el diámetro de la luna es la cuarta parte
del de la tierra, y su volumen la quincuagésima parte del que tiene el planeta
que habitamos.
Mirando
las manchas y los puntos más luminosos que aparecen en el disco, he creído ver
en éste una especie de espejo móvil que refleja inconstantemente la figura de
la tierra a las ondas inquietas del mar.

La ciencia se compadece de mi error, y
se apresura a brindarme su largo telescopio para que vea que aquellos puntos
luminosos que menguan o crecen alternativamente, son las cimas de altas
montañas que reciben los rayos de sol, y que las sombras de esas montañas,
proyectándose sobre los anchos valles que se extienden a su pie, forman
aquellas manchas oscuras que despertaban mi atención.

Y
no me dejará la ciencia ni aun creer que la luz de la luna es efectivamente su
luz.
Me dirá que ese astro es un cuerpo opaco; me presentará para probarlo los
eclipses de sol, en que el disco del rey del día se oculta detrás del disco
negro de la luna, que no deja paso al menor de sus rayos, y me convencerá de
que aquella luz suave que me enajena, no es más que un reflejo prestado que
recibe de la inmensa hoguera del sol.
Y
después de haberme enseñado todo esto, ¿qué me deja la ciencia en lugar de la
encantadora ilusión que había formado mi fantasía?
Me deja un planeta
destrozado por la acción del fuego, oscuro como el caos, triste como el
sepulcro, sin atmósfera sensible, sin vegetación, y en el que la vista sólo
contempla valles profundos, estériles, abrasados, y altas mañanas, en cuyo seno
hierve la lava de los volcanes que de cuando en cuando nos hacen el curioso
presente de un aerolito.
¿Y
eso es la luna, ese astro puro, sereno, misterioso, cantado por los poetas y
tan querido de los corazones amantes?

Vedle
en una de esas noches en que no empaña nube alguna el transparente azul del
firmamento. Parece, según la expresión de un poeta, una gota de rocío
resbalando sobre la ancha hoja del plátano.
Los
objetos toman a su luz un tinte misterioso y fantástico. Los horizontes se
alejan envolviéndose en un ambiente de indecisa claridad. Resbalan sus tibios rayos
entre las hojas de los árboles, cuyas copas parecen cubiertas con un velo
plateado salpicando el suelo de chispas de luz que se destacan entre sombras
espesas y móviles.

Reflejándose en la corriente de un río, su disco se dilata
como profundizando para buscar las blancas piedrecillas que se ven en el fondo.
Sobre el mar, su resplandor se extiende en dilatadas ráfagas que semejan velos
ligerísimos de plateado tul, desgarrándose al más leve soplo del viento.

Riela
sobre las fuentes en lluvia de perlas, da la transparencia del nácar a la gota
de rocío que se esconde en el cáliz de las flores, y derrama una suave
melancolía sobre la naturaleza entera, que al sentir la impresión de sus rayos
parece palpitar con esa emoción de placer indefinible que acompaña al primer
beso de amor.

En
esas noches serenas, y a la claridad de la luna, la imaginación ve aparecer
sobre el haz de la tierra todos los quiméricos seres de la leyenda. Los gnomos,
vigilantes guardianes de los tesoros ocultos, abandonan las minas de metales
preciosos, las rocas submarinas, llenas de perlas y de corales, las grutas de
cristal o de estalactitas; las ondinas rompen el muro transparente de su cárcel
y, sentadas a la orilla de las aguas, peinan sus largos y húmedos cabellos;
todos los seres fantásticos e invisibles que se ocultan en el seno de la
tierra, flotan en el aire, se agitan en el fuego o se deslizan de entre las
ondas de las aguas, aparecen entonces, confundiéndose en los mismos fuegos y
entregándose a la expansión de su alegría.
Sólo los silfos, hijos de la ardiente
claridad del sol, permanecen ocultos en sus perfumados palacios, entre los
pétalos de las flores.
A
veces, como una casta matrona cubre su rostro con el velo si hiere su vista el
espectáculo de la embriaguez, la luna se envuelve en un manto de nubes, entre
las cuales asoma tal vez un rayo de su luz que entonces tiene un resplandor
siniestro y sombrío.
Esas son las noches en que los genios impuros congregan
sus asambleas, y las brujas y los vampiros danzan en torno a Luzbel,
prestándole homenaje.
La
luna es compañera querida de los amantes. El hombre que una sola vez en su vida
haya visto esa claridad velada que toma algo del color azul del cielo
reflejándose en unos hermosos ojos humedecidos por el amor, ha podido ya
percibir a través de aquella mirada una anticipada visión del paraíso.
La
belleza de una mujer parece que se aumenta si la contemplamos a la luz de la
luna: este pálido reflejo, al iluminar su rostro, esparce en él una suave tinta
de melancolía y lo rodea de una indefinible aureola que da a la belleza de la
mujer algo de la celestial belleza de los ángeles.
Y
ese astro tan bello, tan puro, tan melancólico, que ha inflamado la imaginación
de los más grandes poetas y ha inspirado a Bellini una melodía que será
imperecedera, ¿he de verlo tal como lo describe la ciencia? No; renuncio
generosamente el telescopio científico.

Quiero contemplar la luna como se
presenta a mi vista y creer que es lo que parece, que si en esto pierde la
ciencia, en cambio gana mucho la poesía, y váyase lo uno por lo otro.
El
Contemporáneo 10 de marzo, 1864
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