Blog Católico de Javier Olivares, jubilado
Carta de un cristiano a un amigo y confidente.
¿Confesar los propios pecados a otro hombre?
Alfonso Aguiló
www.interrogantes.net
Libertad y tolerancia en una sociedad plural: el arte de
convivir
Alfonso Aguiló
—¿Y no es
demasiado pedir que haya que confesarse y manifestar los propios errores ante
otro hombre?
Cuando un hombre se
arrodilla en el confesonario porque ha pecado -escribe George Weigel-, en aquel
preciso momento contribuye a aumentar su propia dignidad como hombre. Aunque
esos pecados pesen mucho en su conciencia, y hayan disminuido gravemente su
dignidad, el acto en sí de volverse hacia Dios es una manifestación de la
especial dignidad del hombre, de su grandeza espiritual, de la grandeza del
encuentro personal entre el hombre y Dios en la verdad interior de su
conciencia.
Los no creyentes
se preguntan si es apropiado revelar los más íntimos secretos a alguien que tal
vez sea un extraño. La confesión fue, sin duda, una innovación audaz de la fe
cristiana. Es un mandato del propio Jesucristo a su Iglesia, cuando dio a los
apóstoles ese poder para perdonar los pecados: "a quienes perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos". La confesión es una de las innovaciones más impresionantes del
Evangelio.
Por otra parte,
cuando el sacerdote confiesa, además de perdonar los pecados, actúa de alguna
manera como acompañante del drama de la vida de otro hombre. Acompaña a otro
ser humano como él, estimula su criterio espiritual, le ayuda a hacer más
profunda su fe y a mejorar su discernimiento cristiano, que no ha de quedar en
una mera letanía de prohibiciones morales. En el confesonario, el sacerdote se
encuentra con el hombre en lo más hondo de su humanidad, ayuda a cada persona a
internarse en el drama cristiano de su propia vida, única e irrepetible. Un
drama lleno de paz y esperanza, pero presidido por la inevitable tensión
dramática de la vida: la tensión entre la persona que soy y la persona que debo
ser.
La Iglesia busca
reconciliar al hombre con Dios, con los otros hombres, con toda la creación. Y
una de las maneras que tiene de hacerlo es recordar al mundo la realidad del
pecado, porque esa reconciliación es imposible sin nombrar el mal que origina
la división y la ruptura.
El pecado es una
parte esencial de la verdad acerca del hombre. El hombre puede hacer el mal, y
lo hace. Y abre con ello una doble herida: en él mismo y en sus relaciones con
su familia, amigos, vecinos, colegas y hasta con la gente que no conoce. Llamar
por su nombre al bien y al mal es el primer paso hacia la conversión, el
perdón, la reconciliación, la reconstrucción de cada hombre y de toda la
humanidad. Tomarse en serio el pecado es tomarse en serio la libertad humana.
Cuanto más se acercan los hombres a Dios, más se acercan a lo más profundo de
su humanidad y a la verdad del mundo.
Dios no desea sino
nuestro propio bien. Desobedecer sus mandatos es ir contra nuestra verdad como
hombres, causarnos daño a nosotros mismos. "El pecado -ha escrito Javier
Echevarría- no se queda en algo periférico que deja inmutado al que lo realiza.
Precisamente por su condición de acto contra nuestra verdad, contra lo que
verdaderamente somos y contra lo que verdaderamente estamos llamados a ser,
incide en lo más íntimo de nuestra naturaleza humana, deformándola. Todo pecado
hiere al hombre, descompone el equilibrio entre la dimensión sensible y la
espiritual, y genera en el alma un desorden íntimo entre las diversas
facultades: la inteligencia, la voluntad, la afectividad. Después, y como
consecuencia del pecado, nuestras potencias operativas aparecen debilitadas y,
frecuentemente, en conflicto entre sí: a la mente, sometida al influjo de las
pasiones, le resulta arduo acoger la luz de la verdad y separarla de las
nieblas de lo falso; la voluntad encuentra dificultad para elegir el bien, y se
siente tenazmente atraída por la búsqueda de la autoafirmación y del placer,
aun cuando se opongan al bien y a la justicia; nuestros afectos y deseos
tienden a centrarse con egoísmo en nosotros mismos".
Pecar es dar la
espalda a Dios. A partir del momento en que reconozcas la verdad -esa verdad
sencilla y liberadora, bien presente y clara cuando no nos resistimos a verla-,
a partir de ese momento en que -en palabras de Lloyd Alexander- "has
tenido el valor de mirar al mal cara a cara, de verlo por lo que realmente es y
de darle su verdadero nombre, a partir de entonces carece de poder sobre ti y
puedes superarlo".
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